(…) “Había otra cosa y era esa
leve fragancia que en determinados momentos llegaba del monte sin poder
precisar su origen porque no era un olor único y reconocible, como el del jazmín
del país, por ejemplo, sino un olor vago y general, un olor del tiempo. Y el
río trajo sus cosas también. Sobre todo aquel llamado que nos urgía desde todas
partes, principalmente desde el río abierto que resplandecía cada vez más.
Entonces nuestros pechos se dilataron como si les faltara el aire y se apoderó
de nosotros un ansia desmesurada de partir porque la tierra debajo de nuestros
pies se había tomado extraña y todos los lugares estaban allí, de alguna manera presentidos, enviándonos sus mensajes a través del río. (“Todos los veranos”, Haroldo
Conti, Cuentos completos).