“Había
salido con mis pertrechos a pescar en … lo que llamábamos “la boca del río”. …
y allí estaba, el río hacía ya sus despedidas sin que la boya de corcho hubiera
dado ninguna señal de movimiento subacuático, cuando de repente, sin haber
pasado antes por ese temblor excitante que anuncia los tientos del pez
mordiendo el anzuelo, se sumergió de pronto en las profundidades, casi
arrancándome la caña de las manos.Tiré, fui tirando, pero la lucha no duró mucho. El hilo estaba mal atado, o podrido, con un tirón violento, el pez se lo llevó todo, anzuelo, boya y plomada. Imagínense ahora mi desesperación. Allí, a la vera del río donde el malvado debía estar escondido, mirando el agua nuevamente tranquila, con la caña inútil y ridícula en mis manos y sin saber qué hacer. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea más absurda de toda mi vida: correr a casa, armar otra vez la caña de pescar y regresar para ajustar cuentas definitivas con el monstruo.
La casa de mis abuelos estaba a más de un kilómetro del lugar donde me encontraba,
y era necesario ser tonto del todo (o ingenuo simplemente) para tener la
disparatada esperanza de que el barbo iba a estar allí esperándome,
entreteniéndose en digerir no sólo el cebo sino también el anzuelo y el plomo,
y ya de paso la boya, mientras la nueva pitanza no llegaba.
…
Pues a pesar de todo, contra toda razón, … salí disparado por la orilla del
río, luego campo adentro, atravesando olivares y rastrojos para atajar camino,
hasta irrumpir jadeante en la casa, donde le conté a mi abuela lo que había
sucedido mientras iba preparando la caña, y ella me preguntó si yo creía que el
pez iba estar todavía allí, pero no la oí, no quería oír, no la podía oír.
Regresé
al lugar.
El sol ya se había puesto, lancé el anzuelo y esperé. No creo que
exista en el mundo un silencio más profundo que el silencio del agua. Lo sentí
en aquella hora y nunca lo he olvidado. Allí estuve hasta no distinguir la boya
que la corriente hacía oscilar un poco, y. por fin, con la tristeza clavada en
el alma, enrollé el hilo y regresé a casa. Aquel barbo había vivido mucho, debía
ser por la fuerza que demostró, una bestia corpulenta, pero seguro que no moriría
de viejo, alguien lo pescaría cualquier otro día. De alguna manera, con mi
anzuelo enganchado en las agallas, tenía mí marca, era mío.”
(Fragmento
de “Las pequeñas memorias”, José Saramago.)