Cuenta la leyenda que el hombre solía
cambiar para no dejar rastros. A nadie sorprendía que fuera mudando
la piel, las costumbres, la lengua, los lugares que frecuentaba.
Hubo una mujer que lo siguió con el cántaro lleno y alegría siempre nueva; de pueblo en pueblo iba atando y desatando la correa de sus sandalias. Sabía leer y escribir, un rasgo saliente en una muchacha a la que ancianas de su propia aldea
denominaban "la fina", para no mencionar el pecado
que no se puede nombrar.
Como para romper el hechizo, las retorcidas viejas recurrieron al pensamiento mágico: dejaron en la ventana de la mujer batatas de la mala suerte y pergeñaron para ella conjuros
y nudos de nigromantes. Sin embargo, no pudieron silenciar el derrotero amoroso de la muchacha.
Durante aquellos años, toda vez que la mujer quiso hacerle llegar al hombre una carta no pudo: su letra se volvió invisible, como ella misma. Él iba sin permitir que su falda lo rozara en público, iba y venía a su antojo, iba y venía, sin dejar una huella ni un último remitente conocido.
Con el tiempo, el run-rún de las comadronas arrastró al hombre sombrío y el agua de las vasijas se volvió cenagosa. En las manos que lo habían acariciado aparecieron las primeras grietas que el rescoldo y el olor del miedo forjan.
El pueblo canta sus coplas y las repite para quien quiera oírlas.
Hay quienes se empeñan aún por desmentir
fechas y aconteceres y echan al lecho del río los restos de la historia para sepultar las verdades que
las sirenas por las noches cantan, convencidas, de que alguna vez, los mástiles
se quiebran.