Los dos viajeros ya para siempre juntos, sentados a la par y apoyados en la duermevela que precede al sueño, pensaban que la vida, sus vidas, había partido de la inmensidad perdida, que el potente de los sucesos y los instantes transcurridos había pasado cerca de ellos y la luz mágica del tiempo los había alumbrado, y que, como todos los hombres, habían sido seres errantes, exiliados sobre la tierra, y que como todos carecían de hogar, y que allí dondequiera que las poderosas ruedas los llevaran allí tendrían su hogar.
(…) “El tren, en el tramo final, se arrastraba penosamente por las pendientes de las montañas y los silbidos cortos y ahogados de la locomotora resonaban …
Y una y otra vez las estaciones se suceden … y él, y ella, tal vez, piensa en el pueblecito remoto y escondido del cual ellos vienen, los rostros de sus parientes y amigos, las voces familiares, las sombras de las cosas que conocían, que parecen ya lejanos y extraños, como los sueños olvidados, como un extraño y amargo milagro de la vida.
Y una y otra vez las estaciones se suceden … y él, y ella, tal vez, piensa en el pueblecito remoto y escondido del cual ellos vienen, los rostros de sus parientes y amigos, las voces familiares, las sombras de las cosas que conocían, que parecen ya lejanos y extraños, como los sueños olvidados, como un extraño y amargo milagro de la vida.
(…) mientras tanto el tren avanza
a lo largo de este país nuevo,
arrastrando su monotonía, que es el sonido del silencio, y el sonido de lo eterno,
en este tren
y en las distancias vacías
y los centenares de pueblos que duermen sobre la tierra.”
(Fragmento de “Luz de las crueles provincias”, Héctor Tizón.)
(Fragmento de “Luz de las crueles provincias”, Héctor Tizón.)