El espectador ingresa al lugar y se siente parte de él. El timbre de arriba, el pasillo largo al entrar, el patio. Hay mesas dispuestas como para un festejo. La función está por comenzar. Roy (Carlos Mattos) cumple años y no tiene ánimo para festejos. Está cabizbajo, desganado. Acaba de separarse de su novia. Una ausencia presente en toda la pieza
Sus amigos organizan un asado sorpresa para él. Es el departamento de Propiedad Horizontal el que los irá recibiendo, a contramano de los deseos de Roy.
Delio (Ezequiel Gelbaum) es el primero en llegar. Irrumpe en casa de su amigo, sin preanuncio, sin un peso, sin más bagaje que sus ansías de exhibirse. No hay registro del otro, ni capacidad de escucha. Simpático, irreverente, vividor, es un pintor acostumbrado a que otros se ocupen por él de los aspectos prácticos de la vida. Él está para otras cosas: la reflexión, el pensamiento, las terapias aletrnativas.
Pagado de sí, se ve a sí mismo como un hombre de mundo, llamado a emular los trazos de Van Gogh, capaz de seducir a las mujeres, a quienes menciona en más de una ocasión con una fanfarronería que lo ubica en el exacto tipo de frivolidad que pretende disfrazar con sus teorías.
Luego aparece Franco (Julián Smud), un ser sombrío, ácido y depresivo que habla de las mujeres como las culpables del retraso de la evolución del género humano y de las enfermedades de su familia como una herencia fatal.
Entretanto, Roy parece de visita en su propio espacio.
Como una suerte de tándem tragicómico, se los ve llegar a Mirco (Jorge Torres) y a Nahuel (Javier Pedersoli). Hay una extraña relación entre ambos. Nahuel es un sujeto freek. Al igual que el resto, está más cerca de los treinta que de los veinte, pero no ha podido concretar ningún proyecto. Sueña con hacer un negocio importante, a la altura de su inteligencia, de sus conocimientos científicos y económicos. Está llamado a hacer algo grande, cree cuando se enoja con él mismo para envalentonarse. Aunque sabe que está parado en un punto y no puede avanzar. Hasta su postura - muy bien trabajada por Javier Perdesoli - da cuenta de este estancamiento.Mirco, en cambio, se presenta como un muchacho bien plantado, que ha estudiado y en cierto modo es "alguien". Sin embargo, hay algo en él, desencajado. El problema es el otro. El problema es Mirco, con quien vive. Sus taras. Su falta de horizontes. La necesidad de cuidarlo. De estar detrás de él. ¿Como un padre, como un perro, como un lobo, como un amigo excesivamente celoso para ser solamente eso? Empuja a su amigo para que levante vuelo pero teme quedarse solo.
Podría creerse que Mirco es el exponente del mayor grado de violencia en la obra. Somete a Nahuel, le hace reproches, hasta cuando pretende ayudarlo, lo menosprecia. Pero no es la repetición de sus estallidos el único andarivel que sirve para vehiculizar la crueldad, el destrato, el egoísmo.
Hay portazos y reclamos, "pases de facturas", sentimientos poco nobles que bien caben también a sus compañeros. Y en medio de todo, el humor.
El espacio escénico se divide en dos: el living y la cocina. En cada uno de ellos hay una puerta que sirve de entrada y salida a los personajes, como en un vodevil. Y el patio, que no se ve pero es útil para que los actores, con la excusa de ir preparando el asado, queden fuera o dentro del cuadro según convenga al desarrollo de la obra.
Roy espera atónito, y porqué no pasivo, que alguno advierta que en este día de pretendida celebración, él se siente vencido por la soledad. Con diálogos que mezclan el humor, la vanalidad y por momentos una infrecuente riqueza lingüística – que sobra quizás en alguna caracterización – se va tejiendo la trama.
Lejos de ciertas experiencias teatrales locales, tan dadas a una dramaturgia en la que el lenguaje corporal deja a la palabra muchas veces a la saga, en P.H. se nota un búsqueda por la construcción del texto como elemento estructurante del hecho teatral. El desprejuicio y la inmadurez de este grupo corren paralelos a la angustia que encierra cada una de sus historias. Y que crece, a medida que se suceden las escenas. Los personajes - bien interpretados y dirigidos - están situados en un lugar común que es de todos y de nadie. Un espacio en donde los límites, las responsabilidades y los deseos personales son difusos. ¿Quién es cada uno de estos amigos? El conflicto de la obra reside en ellos mismos, en sus problemas, en sus fracasos. La trama los aprovecha y les suma un secreto compartido que permite al autor mostrar la fragilidad de los vínculos, la dificultad de comunicarse, los dobleces del espíritu humano.
Quizás la resolución de la obra, la escena final, no pese tanto como el retrato de la psicología de estos personajes y los temas que abordan: el paso del tiempo, la lealtad, la necesidad de trazarse metas, el deseo de un otro capaz de mirar, de escuchar y de comprender.
Con la excusa del impacto que le provocó la muerte de su amiga Peteca, Zulema convoca a sus tres hijos a desayunar en su casa un domingo a la mañana. El motivo aparente es la organización de su propio funeral. Sin embargo, encubre otras intenciones. La madre aprovecha la reunión familiar para pergeñar un oscuro plan. Una familia disfuncional en la que Zulema es la abeja reina que desprecia y necesita a los zánganos, que no saben vivir si no es bajo la égida del poder despótico de quien los sojuzga. .¿Qué le preocupa a Zulema? En apariencia la muerte, la suya. Por eso les indica a sus hijos qué trajes deberán vestir en su funeral, qué clase de cajón desea, qué música debe sonar ese día. Más que organizar su despedida, la protagonista, encarnada por Cristina Maresca, quiere estar en el centro de la escena. En verdad, Zulema no está trazando los planes de su último adiós sino más bien de su supervivencia. Ella una viuda, docente jubilada, se jacta de ser aún el sostén de tres hijos, ya grandes, que no saben cómo habérselas con una madre manipuladora hasta la asfixia, de la que con poco éxito alguno intenta escapar y a la que necesitan porque son apéndices hasta de su propio aliento, La endogamia es uno de los temas que sostienen y estructuran la obra. Una familia que ha quedado encerrada en sí misma, que no encuentra salida, que sigue los dictados de una mujer feroz en su ambición, en su crueldad, en su intento permanente por ser y por salvarse. Zulema es feroz como el lobo, que quiere engullirlo todo. Tanto como para querer devorar a sus hijos. Una línea del diálogo entre ella y el personaje de Coyi, basta como muestra de este afán voraz. En un momento, ella busca quedar a solas con este hijo obeso – interpretado en la pieza por un convincente Diego Rinaldi -, que busca, en vano, resistir los embates de una madre omnipresente e invasiva y sólo consigue breves momentos de rebeldía para caer una y otra vez en la compulsión de llevarse a la boca cualquier alimento. Como si Coyi no fuera carne de su carne y sangre de su sangre, Zulema lo impreca, al verlo masticar el centésimo bocado, “Quiero saber, cuánto más vas a comer”, y le pregunta, a voz de jarro: “¿Me vas a comer a mí?”. Pura proyección porque es ella, en realidad, quien hace denodados esfuerzos por tragarlo. Lo insulta, lo reta, le ordena, lo degrada. Siembra la duda de su condición de homosexual, en tono de franca condena. Llega a decirle: “Me das miedo y asco”. Y para coronar el maltrato, le pega. Por momentos, la acción toma el artificio del teatro costumbrista y juega con elementos del grotesco. Por lo burdo y lo hiperbólico, tiene varios momentos de comicidad. Aunque claro, el espectador tiene delante al personaje principal cargado de un discurso en donde la religión justifica el delirio, la violencia física, refuerza el poder y la mentira es el camino para la prosecución de incofesables fines. Están también los otros dos hijos. En el papel del mayor, Alfredito, Néstor Caniglia., un pobre diablo, que le debe dinero a su madre, al igual que sus hermanos, y en la piel de Pedro, Guido Silvestein, el menor, un estudiante de psicología crónico que no da señales de buscar su independencia. Ambos, como Coyi, vilipendiados y despreciados por la desamorada Zulema. Todos se saben y se reconocen como una familia anormal, cosa que el público entiende y que quizás no era necesario remarcar en algunos pasajes. Todos andan en patines de paño dentro de la casa, señal de que el templo sacrosanto que la madre cuida, debe permanecer inmaculado. Todos se mueven bajo el signo del ocultamiento: Alfredo que ha logrado formar su familia y tiene un hijo, ¿no está separado y calla?; Coyi, ¿mantiene un vínculo sentimental secreto como dice Zulema?; Pedro, al robar, demuestra simultáneamente su incapacidad de generar ingresos y sus dotes de embustero. La apropiación, por parte de los hijos, de la plata, de la comida, del espacio materno, espeja sin dudas, la conducta de Zulema. Sabemos a esta altura, que Zulema está interesada en que sus hijos firmen ciertos papeles. Ella es la principal motora del engaño. En el título de la obra esté quizás la clave del enredo. Dicen que en algún momento, la autora iba a ponerle de nombre El lotecito, aunque finalmente quedó El Sepelio. Ahí está el equívoco. El lote que interesa a Zulema no es el que la va albergar su cuerpo inerte al término de sus días. Es otro lugar, el de la vida que quiere, desesperadamente, para ella. Sólo para ella. Como un símbolo de voluntad de acumulación, de los rasgos de su personalidad retentiva, aparece la cartera, de la que Zulema no se separa nunca. El vestuario exagerado en algunos toques, al igual que ciertos pasajes del texto, acentúa conceptos que ya han sido puestos de relieve y al mismo tiempo polariza la sensación de absurdo. Con dinamismo, una sencilla e inteligente puesta en escena, y un nivel de actuaciones muy parejo, El Sepelio, entretiene y punza. Más allá de algunos matices con los que tal vez la pieza hubiera ganado equilibrio, de un final abrupto en su forma, queda la densidad de los temas por lo que transita Heidi Steinhardt: universales, vigentes, reconocibles. Ficha técnica Autora y directora: Heidi Steinhardt Elenco: Néstor Caniglia, Cristina Maresca, Diego Rinaldi, Guido Silvestein Iluminación: Andrea Czarny Diseño gráfico: Sebastián Castro Asistencia de dirección: Martín Brunetti Prensa: Daniel Franco, Paula Simkin Producción: Daniel Higa Enlace: http://www.elsepelio.blogspot.com/ Teatro: La Carbonera - Balcarce 998 Funciones: domingos 18 hs
El malentendido, novela de Irène Némirovsky, 1926. Le Malentendu d 'Irène Némirovsky fue re-editada en Francia en abril de 2010 por Denoël .
De vacaciones en la costa vasca,Yves Heurteloup, miembro de la devaluada burguesía parisina, viene golpeado por la guerra, por la fortuna perdida, por las ilusiones postergadas. En la playa, se enamora de una hermosa mujer, Denise, casada ella. La muchacha, consentida, es hija única de unos industriales ricos. Lo que empieza como un romance de verano se convierte para Yves Heurteloup en pasión por Denise, abandonada por su marido, que busca emociones, placer. Demasiado inconstante, la protagonsita, incapaz de responder al amor "excesivo" de él, acepta la compañía de otro hombre, aún a riesgo de perder al hombre que ama. Nicole Volle en su reseña sobre El malentendido, se pregunta, refiriéndose a la autora del libro, cómo una joven de veintitrés años - la edad que tenía Némirovsky cuando escribió la novela - puede hablar con tanta madurez y finura de la desilusión, del amor y sus variantes fraudulentas. Irène Némirovsky muestra la relación entre personajes desilusionados en el período de entreguerra, en los que aparecen la ansiedad, las grietas, las fallas del amor, la sed de figuración, el temor al paso del tiempo. La demanda de cosas diferentes da lugar al malentendido, inevitable.