“Creía firmemente que no se levantaría ya más de aquel sillón;
creía que de un momento a otro se moriría de congoja.
Pero no; al contrario, algunos días después pudo sostenerse en pie
y dar algunos pasos, apoyada, por la habitación;
luego, con el tiempo, pudo incluso descender la escalera
y salir al aire libre del brazo de Gerlando y de la sirvienta.
Finalmente, tomó la costumbre de ir, hacia la puesta de sol,
hasta el borde que limitaba la finca por el sur.
Desde allí se divisaba una vista magnífica sobre la playa
que estaba a sus pies, y el mar abierto.
Allí fue los primeros días acompañada habitualmente por Gerlando y Gesa;
después, sin Gerlando; finalmente ella sola.
Sentada sobre una roca, a la sombra de un olivo centenario,
contemplaba toda la orilla lejana que apenas se curvaba,
con pequeños golfos y salientes
recortándose en el mar que cambiaba de tonalidades a los soplos del viento…”
(Fragmento de “El mantón negro”, Luigi Pirandello.)