"En ese momento, sobre la mesa
recién recogida, el que parecía ser el castellano
posó una baraja de naipes. Eran cartas de tarot
más grandes que las de jugar o que las barajas con
que las gitanas predicen el futuro, y en ellas se
podían reconocer más o menos las mismas figuras,
pintadas con los esmaltes de las más preciosas
iniaturas. Reyes, reinas, caballeros y sotas eran
jóvenes vestidos con magnificencia, como para
una fiesta principesca; los veintidós Arcanos Mayores
parecían tapices de un teatro de corte, y
copas, oros, espadas, bastos, resplandecían como
divisas heráldicas ornadas de barras y campos.
Empezamos por desparramar las cartas sobre
la mesa, boca arriba, como para aprender a reconocerlas
y darles su justo valor en los juegos, o su
verdadero significado en la lectura del destino. Y
sin embargo parecía que ninguno de nosotros tenía
ganas de iniciar una partida, y menos aún de
interrogar el porvenir, privados como estábamos
de todo futuro, suspendidos en un viaje ni concluido
ni por concluir. Lo que veíamos en aquellas
cartas de tarot era algo distinto, algo que no nos
dejaba despegar los ojos de las doradas teselas de
aquel mosaico.
Uno de los comensales recogió las cartas dispersas,
despejando buena parte de la mesa; pero
no las juntó en una baraja ni las mezcló; escogió una
y la echó. Todos advertimos la semejanza entre su
cara y la cara de la figura, y nos pareció entender
que con aquella carta quería decir «yo» y que se
disponía a contar su historia."
(De "El castillo de los destinos cruzados", Italo Calvino.)