Ser cartógrafa de una casa implica conocer sus objetos
secretos: una red agujereada de pesca en el depósito
de las herramientas, señuelos con dibujos de peces
rojos y negros, el cuadrante roto de una brújula
que marca siempre el norte, olor a humedad que recuerda
imperfectamente
Como si alguien de la familia
hubiera fallado en los preparativos de una travesía larguísima
y ahora te tocara reconstruir de esa expedición
que nunca se hizo.
Se debería partir cuando el mapa esté completo,
la velocidad máxima de sus vientos, la profundidad de sus ríos,
su época de tormentas.
A veces pensaste en diseñar
un mapa deliberadamente errático, por la sola belleza
de extraviarte en dibujos que no llevan a ninguna parte.
O tal vez para obligarte a permanecer en el mismo sitio
preparando para siempre una partida,
tu propia vida el lugar donde aprender la palabra viaje.
Todas las cosas hermosas, al principio, son palabras.
¿Viste alguna vez cómo el sol atraviesa
el ala de un insecto en vuelo? ¿Con qué delicado
y fugaz dibujo la rellena?
Así hubieras querido que se viera
tu cuerpo en la transparencia de la tarde:
una chispa de azufre, azulada.
Materia inflamable
que al menor roce recuerda su pertenencia a los volcanes,
su ansia de desprenderse y arder en el aire.
¿Adivinaste ya que no es ese tu oficio?
¿Pudo tu cuerpo amar lo que le ha sido encomendado? Que otros se vayan.
Lo tuyo es escribir la historia de ese viaje.
("Azufre", Claudia Masin, “Geologías”, 2001.