"Ahora está el ciego otra vez sentado al sol
al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y era fama
también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz, dormía menos que un
pájaro. Cualquiera que subiese al viejo y abandonado campanario de la iglesia
podría contemplarlo allí, en medio del parque que rodea la casa . En eso
consistía, precisamente, el gran desquite de su cónyuge, mujer obesa y rubia,
de blancura impresionante, en cuyos brazos bailoteaban innumerables pulseras.
Ella, canturreando muy quedo un aria en su lengua materna, empujaba la silla
rodante del ciego hasta detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían
unos mimbres agobiados por plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado,
en la suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las serpientes que
pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aun en los instantes en que
ella, asomada al gran ventanal y ensayando unos gorgoritos alentadores lo
azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca llegó a saber cuándo
había aprendido.
¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín!
Al oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su
mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba la piedra y permanecía en
espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en dirección de las
montañas.
Posdata
El
borrador de este cuento si lo es data de unos veinte años atrás, y apenas si
admitió un retoque.
Siempre me han fascinado las mujeres jóvenes y gordas que cantan.
Generalmente las mujeres que cantan son gordas. Las mujeres gordas me han
parecido siempre tiernas e irresponsables. Además, las mujeres gordas siempre
mueren jóvenes y son así las verdaderas heroínas románticas. En provincia no hay
mujeres gordas que valgan la pena, porque en provincia no hay ópera.
Pero estos personajes han sido mis vecinos y vivían al otro lado, donde
el río hace una curva pronunciada. De niño, yo solía llevarle a la dama, de vez
en cuando, una cesta con frutillas que le enviaba mi padre. Ella entonces me
daba unos besos exagerados pero normales. Era húngara o algo así, o lo había
sido. Su marido aún no estaba ciego. En realidad, nunca lo estuvo".
Héctor Tizón, Ciego en la resolana. ("El gallo blanco", 1992)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios