... "Me aplico en dibujar los trazos gruesos y finos de las letras; de vez en
cuando, las pronuncio en voz alta y luego repito mentalmente sus sonidos para
que no se rían de mí. Sueño con las manchas del
secante. Mucho tiempo. Mi madre me lanza de vez en cuando una mirada
impaciente. Necesita tanto que le echen una mano … Mi escapada dura ya
demasiado. Me extasío mirando el libro abierto, el cuaderno en el que copio. De
repente, me llena de euforia un descubrimiento inesperado: mi libro y mi
cuaderno son indescifrables para mi madre. Espacios que no puede franquear y
que la mantienen a distancia. La abuela está al acecho.
Al
fin y al cabo, la devoción de esta cuentista, memoria de una cultura oral, es
la que protege en casa mis primeros esfuerzos para apropiarme de la escritura
del infiel francés. Sin embargo, la
sed de aprender también me aparta de ella, que tanto necesita transmitir la
memoria en peligro de los nómadas, de un pueblo en vías de extinción:”La
inmovilidad de los sedentarios es la muerte, que ya me tira de los pies. Ahora
sólo me queda el viaje de las palabras…” ¿Se sumará en otros sueños al
contemplarme? ¿En otras perspectivas hasta entonces insospechadas? Aún no soy
consciente de ello. El orgullo de acceder a la prestigiosa condición de escolar
me colma y me aleja de toda culpa. En esta parcela del desierto no somos más de
una docena de argelinas que asistimos a la escuela francesa.
Pero
el acceso a la lengua de los civilizados es
el menor de mis preocupaciones. Lo que me transporta a las nubes es el milagro
de que yo, siendo chica, pueda estar ahí, inclinada sobre una hoja de cuaderno,
con una pluma en la mano. Mis ojos se detienen en los bordes de la página en
blanco, el umbral de un mundo que todavía desconozco en el que invento mi
propia ficción. Los primeros cuadernos y los primeros libros fueron los que me
izaron en la dignidad. Las llamadas de la resistencia argelina susurradas en la
radio, las voces apasionadas de mi padre y de mi tío, haciéndose eco, exaltan
mi mente. Por la noche, me imagino a veces dejando una nota encima de mi cama
para unirme a los insurgentes. Pero luego, durante el día, mi maestra no se
cansa de repetirme que la batalla de la escuela es el mejor combate que puedo
entablar. Motor de cada uno de mis instantes, esta aventura sigue siendo
confusa por ser tan especial. Pienso en la guerra, en las humillaciones que
presencio de camino a la escuela. Sueño con la independencia del país, con la
libertad colectiva. Como todo el mundo. Pero la lucha en la escuela y el hambre
de aprender es lo que me va construyendo sin que yo me dé cuenta. (…)
…
Cuando termina la escuela, mis compañeras francesas se marchan unas a Francia y
otras al norte del país. Nosotros no tenemos ni medios ni costumbre de huir de
este infierno que dura de mayo a octubre. Seis meses de purgatorio. El
aislamiento de nuestra casa, que dista del pueblo un kilómetro largo, y las
prohibiciones que pesan sobre las chicas son el marco permanente. Pero yo tengo
mi remanso de papel, la lectura.
Tumbada
en el colchón, con el libro en la mano, leo al resplandor de una vela en el
patio. Mi camastro es el último de todos. Mis hermanos ya duermen. La abuela
está sentada en el suyo, a mi lado, y desgrana las cuentas del rosario en
silencio. Sospecho que, en vez de rezar, está soñando o rumiando sus palabras
nómadas. ¿Son también los sueños una oración? ¿Una oración para que al menos
las palabras sigan siendo nómadas? Muchas veces, la abuela tiene la mirada
perdida. Cuando es así, me digo que se ha ido más deprisa que sus palabras.
¿Más allá de sus límites? No lo sé muy bien. La fascinación que ejerce en ella
la mirada me enseña a descifrar la suya. Cierto día me dijo la abuela, una
mujer acostumbrada a caminar – no hay más que ver sus zancadas, que parecen las
de un galgo tras tomar impulso -: “Por mucho que puedan correr los pies y
zumbar odas las turbinas del mundo, los ojos irán siempre más lejos”.
Desde
entonces, creo que la esencia de la vida nómada no se reduce a una historia de
caminatas detrás de un rebaño y de idas y venidas en busca de agua. Es el
imperio de las miradas que devoran el horizonte. Un pacto de los ojos con
lontananza, que arrastra los pies y las vidas en su estela. “El desierto es
como alta mar, donde la inmovilidad es una herejía”, exclamó otra vez la abuela.
Con los codos en las rodillas y la barbilla apoyada en la mano, oteó el
horizonte.
Entonces, distingo en su reverberación el pulular de los ojos de
todas las generaciones de nómadas que lo han cruzado.
Percibo sus llamadas para
emprender la travesía. Esa concentración, esa intensidad de miradas genera la
intensidad del azul, sus destellos cegadores. Me cautiva tal revelación. Antes,
el horizonte estaba siempre desesperadamente vacío. Un lecho para un dios
ausente". (Fragmento de “El desconsuelo de los insumisos” de Malika Mokeddem, El
Cobre Ediciones, 2006)
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