Resignificar la experiencia


"Durante un tiempo aún se podía hablar con Bé. En una ocasión hablamos de las palabras. De las palabras y de las neurosis. O, para ser más exacta, de la fobia a las palabras. Explicó sus fobias a las palabras, que lo atormentaron en la infancia y que luego reprimió conscientemente dentro de sí. Poseía un talento particular para hacer aflorar vivencias dolorosas. No había manera de escapar a sus preguntas. De repente aparecieron las terribles palabras de mi niñez: el secreto judío. Siempre pronunciaba estas palabras con voz profunda y peluda para mis adentros, bajando los ojos. Se trataba de algo así como una consigna para evocar mis otras palabras fóbicas: Auschwitz. Lo mataron. Fue exterminado. Sucumbió. Sobrevivió. Me evocó toda mi infancia oprimente, que transcurrió a la sombra de estas palabras. Mi madre murió de una enfermedad que había traído de Auschwitz, mi padre era un superviviente, un hombre taciturno, solitario, inaccesible". 
"Ni si quiera sé cómo pude desarrollarme hasta ser una mujer relativamente normal. Debía luchar todos los días por una mente sana, por mantener la normalidad". 
"Odiaba ser judía y más aún habría odiado negarlo. Sufría una neurosis en toda regla como tantos otros, y como ellos sólo vislumbraba una salida: acostumbrarme, convivir con la neurosis".
"Al lado de Bé aprendí, sin embargo, que no bastaba. Hay que recorrer el camino hasta el final decía siempre". "Mi camino no conduce a ninguna parte. No mires adónde conduce, sino más bien, de dónde ha partido".


"Así, poco a poco, se fue gestando el modo de la liberación 
dentro de mí. Me costó, pero reconocí que Auschwitz era mi novio… El encuentro con Bé no fue obra del azar. Era como si hubiera sabido que algún día debería intentar llegar hasta el fondo secreto de mi vida  y que la única forma de conseguirlo consistiría en vivir Auschwitz de alguna manera. Bé vivió Auschwitz aquí en Budapest, eso sí, un Auschwitz que no podía compararse con Auschwitz, un Auschwitz domesticado y asumido voluntariamente al que, sin embargo, uno podía sucumbir al igual que al de verdad. Aquí en Budapest yo sólo podía vivir Auschwitz con una persona: con Bé. Desde luego, no era capaz de lo mismo que él. Yo sufría, él se mantenía frío. Su determinación a veces me volvía loca. Era radical, implacable, y en ocasiones, incluso, cruel en la autodestrucción".
(…) "Luego comprendí que volcaba todo su talento en Auschwitz, que era el artista exclusivo y autorizado de la forma de vida de Auschwitz. Tenía la sensación de haber nacido ilegalmente, de haber quedado con vida sin razón alguna y que su existencia únicamente podía justificarse si “descifraba el enigma llamado Auschwitz”.
(…) "Cómo explicarlo…. Él quería atrapar Auschwitz en su propia vida, en su vida cotidiana, tal como vivía el día a día. Quería registrar en sí mismo – le gustaba esta palabra: registrar – las fuerzas destructivas, la necesidad de sobrevivir, los mecanismos de adaptación, así como en otros tiempos los médicos se inyectaban veneno para comprobar en ellos mismos el efecto".


"Un buen día tomé conciencia de que había cejado en mi resistencia. (…) Tuve que comprender que había cruzado una frontera. Estaba quemada. (…)"
De repente, sin embargo, se despertó en mí el instinto vital. (…) Una noche, sin embargo, vi un volumen ilustrado … contenía algunas de las obras más importantes de la galería Uffizi, hermosas reproducciones y páginas de formato grande". (…) "No sé qué me ocurrió al día siguiente. 
Recuerdo que hacía un tiempo espléndido, que la luz del sol centelleaba en las ventanas, en las superficies de vidrio y de metal. La gente estaba sentada en las terrazas de los bares iluminadas por el sol. Tenía la sensación de que el mundo se reía a mi alrededor". (…) … "hice la maleta y me marché".

(Fragmento de “Liquidación” de Imre Kertész, Santillana, 2003).

El ritual del encuentro


Y tú me reconoces
aunque llegue desnuda de palabras.
No necesitas de confirmaciones.
Desde tu ojos, hondos,
empiezan a asaltarte mis fantasmas.
Puedo darte mi mundo en un silencio.
No debo explicar nada.
Tal vez descubras que me está naciendo
un poema clavado en la garganta
o sospechas, acaso,
las infinitas hambres que me aguardan
o esta absurda alegría porque hay sol
y hoy me basta.
Sabes adivinar todos mis llantos
sin que te nombre la palabra lágrima.
Puedes retroceder todos mis sueños
sin que te diga la palabra infancia.
Y percibes que me va creciendo
la rebeldía junto a la nostalgia ... 

(Fragmento del poema "Y tú me reconoces" de Nieves Calandrelli de Sicardi, 
del libro "No sé decir adiós", Botella al Mar, 2008)

El tiempo recobrado





En cada nueva travesía, en cada indagación, 
puedo narrarme.


Al fin el mundo, mi voz en libertad. 



Los ojos siempre irán más lejos

... "Me aplico en dibujar los trazos gruesos y finos de las letras; de vez en cuando, las pronuncio en voz alta y luego repito mentalmente sus sonidos para que no se rían de mí. Sueño con las manchas del  secante. Mucho tiempo. Mi madre me lanza de vez en cuando una mirada impaciente. Necesita tanto que le echen una mano … Mi escapada dura ya demasiado. Me extasío mirando el libro abierto, el cuaderno en el que copio. De repente, me llena de euforia un descubrimiento inesperado: mi libro y mi cuaderno son indescifrables para mi madre. Espacios que no puede franquear y que la mantienen a distancia. La abuela está al acecho.

Al fin y al cabo, la devoción de esta cuentista, memoria de una cultura oral, es la que protege en casa mis primeros esfuerzos para apropiarme de la escritura del infiel francés. Sin embargo, la sed de aprender también me aparta de ella, que tanto necesita transmitir la memoria en peligro de los nómadas, de un pueblo en vías de extinción:”La inmovilidad de los sedentarios es la muerte, que ya me tira de los pies. Ahora sólo me queda el viaje de las palabras…” ¿Se sumará en otros sueños al contemplarme? ¿En otras perspectivas hasta entonces insospechadas? Aún no soy consciente de ello. El orgullo de acceder a la prestigiosa condición de escolar me colma y me aleja de toda culpa. En esta parcela del desierto no somos más de una docena de argelinas que asistimos a la escuela francesa.
Pero el acceso a la lengua de los civilizados es el menor de mis preocupaciones. Lo que me transporta a las nubes es el milagro de que yo, siendo chica, pueda estar ahí, inclinada sobre una hoja de cuaderno, con una pluma en la mano. Mis ojos se detienen en los bordes de la página en blanco, el umbral de un mundo que todavía desconozco en el que invento mi propia ficción. Los primeros cuadernos y los primeros libros fueron los que me izaron en la dignidad. Las llamadas de la resistencia argelina susurradas en la radio, las voces apasionadas de mi padre y de mi tío, haciéndose eco, exaltan mi mente. Por la noche, me imagino a veces dejando una nota encima de mi cama para unirme a los insurgentes. Pero luego, durante el día, mi maestra no se cansa de repetirme que la batalla de la escuela es el mejor combate que puedo entablar. Motor de cada uno de mis instantes, esta aventura sigue siendo confusa por ser tan especial. Pienso en la guerra, en las humillaciones que presencio de camino a la escuela. Sueño con la independencia del país, con la libertad colectiva. Como todo el mundo. Pero la lucha en la escuela y el hambre de aprender es lo que me va construyendo sin que yo me dé cuenta. (…)
… Cuando termina la escuela, mis compañeras francesas se marchan unas a Francia y otras al norte del país. Nosotros no tenemos ni medios ni costumbre de huir de este infierno que dura de mayo a octubre. Seis meses de purgatorio. El aislamiento de nuestra casa, que dista del pueblo un kilómetro largo, y las prohibiciones que pesan sobre las chicas son el marco permanente. Pero yo tengo mi remanso de papel, la lectura.

Tumbada en el colchón, con el libro en la mano, leo al resplandor de una vela en el patio. Mi camastro es el último de todos. Mis hermanos ya duermen. La abuela está sentada en el suyo, a mi lado, y desgrana las cuentas del rosario en silencio. Sospecho que, en vez de rezar, está soñando o rumiando sus palabras nómadas. ¿Son también los sueños una oración? ¿Una oración para que al menos las palabras sigan siendo nómadas? Muchas veces, la abuela tiene la mirada perdida. Cuando es así, me digo que se ha ido más deprisa que sus palabras. ¿Más allá de sus límites? No lo sé muy bien. La fascinación que ejerce en ella la mirada me enseña a descifrar la suya. Cierto día me dijo la abuela, una mujer acostumbrada a caminar – no hay más que ver sus zancadas, que parecen las de un galgo tras tomar impulso -: “Por mucho que puedan correr los pies y zumbar odas las turbinas del mundo, los ojos irán siempre más lejos”. 

Desde entonces, creo que la esencia de la vida nómada no se reduce a una historia de caminatas detrás de un rebaño y de idas y venidas en busca de agua. Es el imperio de las miradas que devoran el horizonte. Un pacto de los ojos con lontananza, que arrastra los pies y las vidas en su estela. “El desierto es como alta mar, donde la inmovilidad es una herejía”, exclamó otra vez la abuela. Con los codos en las rodillas y la barbilla apoyada en la mano, oteó el horizonte. 
Entonces, distingo en su reverberación el pulular de los ojos de todas las generaciones de nómadas que lo han cruzado. 

Percibo sus llamadas para emprender la travesía. Esa concentración, esa intensidad de miradas genera la intensidad del azul, sus destellos cegadores. Me cautiva tal revelación. Antes, el horizonte estaba siempre desesperadamente vacío. Un lecho para un dios ausente". (Fragmento de “El desconsuelo de los insumisos” de Malika Mokeddem, El Cobre Ediciones, 2006)

Cuando los vínculos se deshojan


Sonata de otoño, la pieza de teatro basada en un guión de Ingmar Bergman que protagonizan con maestría Cristina Banegas y María Onetto con dirección de Daniel Veronese narra el encuentro – o el desencuentro – entre una madre (pianista) y su hija (casada con un pastor protestante, interpretado por Luis Ziembrowski).
La periodista Alejandra Varela, en una excelente nota en el Suplemento Las 12 de Página 12, se refiere a la obra.
“Entre las dos la palabra como una espada de acero. La madrugada como paisaje borroso y unas voces, las de una madre y una hija que se quedan despiertas. El peligro de la noche las hace entrar en otro tiempo donde el conflicto se convierte en sangre, en pura entraña, donde se dice lo imposible y la palabra se vuelca sobre el mantel, sobre la alfombra”.
Hay algo abstracto, inmaterial en Sonata de otoño, como si la obra ocurriera, en realidad en la cabeza de estas dos mujeres, como si ese preludio de Chopin que abre las compuertas de la furia de Eva fuera más real que los objetos y la casa que las contiene “porque esta hija está peleando con una madre que es el fantasma de su infancia –irrumpe Cristina Banegas, la actriz que asume el rol de Charlotte en la nueva versión que se presenta en el teatro El Picadero–, con una madre ausente, demasiado liberal para la moral de esa familia, de una madre artista, dedicada a su carrera, y creo que esto es irreparable pero, al mismo tiempo, uno tendría que poder decirle al otro si Charlote se hubiera analizado, como si fuera una persona y no un personaje, este fantasma no soy yo, es la mamá que tenés vos adentro de tu cabeza”.
Claro, que para que eso ocurriera, habría meterse también en la cabeza del autor, Bergman. Que de lazos familiares ha contado y bastante. 
… Dice la periodista “Eva no podría entenderla porque está atrapada en la exuberante pasión del odio, esa que despierta el recuerdo en todos sus detalles y que en la dramaturgia de Ingmar Bergman se enreda en el alma de una mujer creyente. El bien y el mal entran en conflicto en el cuerpo de María Onetto, en esa manera descomunal de hacer crecer a este ser inundado de religiosidad y convertirla en una fiera que acorrala a una madre seductora con su vestido rojo de fiesta, con la fantasía de continuar con su actuación porque Charlotte rechaza el dolor, no quiere quedar detenida en cada una de sus pérdidas, mientras que la hija la obliga a mirar minuciosamente el pasado reconstruye escenas completas ante los ojos de una madre azorada”.
Y agregamos nosotros, una madre negadora y egocéntrica, que prefiere no pasar por los filos del dolor, que está en las antípodas del sentido religioso de su hija. Si para Eva (en la piel de Onetto) todo tiene un sentido, para Charlotte (Banegas) todo es banal, y cuanto más en la superficie quede, cuanto más inadvertido pase, el espejo en el que se mira, le seguirá diciendo que todo está en orden, que la vida es bella, gozosa, e indolora.
Valera incluye en su publicación, comentarios de las actrices: “Son textos que yo encuentro totalmente posibles”, explica Onetto. “Yo tengo una cantidad de imágenes fijadas, no sólo de la infancia, de sucesos importantes de mi vida que podría definir casi lo que tenía puesto, el día que era, donde uno crea pequeños signos de los que esta nena vivió. Sea la manito pequeña de la madre tocándole la cabeza y cómo ella recibió esas cosas.” 
"Y piensa mientras reconstruye su caracterización del personaje de Eva, en lo desconcertante que puede haber sido para esa madre que llega de visita a su casa reconocerse como objeto de ese odio". “Uno se siente observado de una manera muy exhaustiva y se sorprende. Eso tiene que ver con esas sobrecargas afectivas que las personas ponemos en los otros". 
"En este caso está justificada porque ella es su madre y vos esperás cosas de ella y si no cumple su rol eso trae consecuencias. Es evidente por la forma en que Eva plantea que se trata de cosas que todavía están completamente vírgenes para ella y no elaboradas y al vivir en un mundo religioso, porque está casada con un pastor, hay un tipo de moral que no es la moral de un artista".

"Dentro de la cantidad de cosas que diferencian a los artistas del resto de las personas hay algo en relación con su moral. No porque sean amorales, pero sí es una zona menos rígida. Y ella viene a plantearle a la madre unos asuntos que logran hacer que tambalee en su punto de vista, porque la madre tiene muchos argumentos que siente que la justifican para decir por qué no la vio, por qué se comportó de tal o cual manera, pero es verdad que la relación madre e hija y las obligaciones y las responsabilidades que eso crea hacen que un hijo pueda tener sobre un padre una demanda infinita.”
Es muy interesante lo que plantea Varela sobre la puesta de Veronese. “Está contada sobre los cuerpos” –afirma.  “El conflicto está en el modo de sostener siempre una tensión, un desborde físico que nunca ocurre pero que presiona como una posibilidad, porque lo ausente es el combustible de la escena; el recuerdo y el modo de narrarlo definen personajes donde se asoma lo insoportable, lo que jamás debió decirse, los gestos que asume el dolor cuando se transforma en acto, en acción dramática y no en un mero estado ilustrativo”.
Esta tirantez está presente a lo largo de toda la obra. El contrapeso va de la mano del personaje de Víktor (Luis Ziembrowski), cuya presencia en escena regala un necesario equilibrio que el actor maneja a la perfección.
Onetto – en la nota de las 12 que venimos citando, destaca que Veronense no utiliza para la descarga otros elementos que no sean los cuerpos de los personajes: no hay apagones, ni objetos que se rompen.  El director trabaja con el vértigo, las intensidades, la velocidad. Y ese es el riesgo, subraya.
Un riesgo – que señala Onetto – tiene que ver con el hecho teatral “una ceremonia donde están vivos los espectadores”.
Y he aquí que realmente eso ocurre. Y también con la intensidad que – por momentos – llega a voltajes muy altos.
La otra cara de la desmesura – como la llama Varela – es la de Charlotte, caracterizada por Cristina Banegas. Una mujer del mundo del arte, acostumbrada a expresarse, a dar su parecer. Y sí, es auténtica,  nada complaciente. 
En este encuentro, que se transforma en confrontación, el conflicto no da respiro. Todo queda en primer plano: un sufrimiento hondo,  la enfermedad de Elena, hija de Charlotte (breve y correcta actuación de Natacha Cordova) y lo no dicho que quedó entre paréntesis por años y que, finalmente, estalla. Tanto, que para semejante vértigo y velocidad, para tanta intensidad haría falta alguna pausa, cierto matiz en los tonos, contraluz. 
De este modo, sin medias tintas aparecen los cuestionamientos sobre la maternidad, y las preguntas sobre lo qué ocurre dentro del matrimonio, y el rol de los hijos y de la mujer, y los recuerdos de la infancia. Y si bien hay que tener en cuenta que Bergman en los 70 (en la película que da origen a esta adaptación teatral)   – como subraya Banegas en la nota de Página 12 – pone en crisis ciertos roles prototípicos de la mujer, también habla del narcisismo y del no hacerse cargo.  Y  Sonata de otoño pone el acento también en el amor, en el dolor, en la culpa, en las zonas dañadas del ser humano y en necesidad de la reparación. También en la palabra. Y en el silencio.
La palabra como celebración  sobre el escenario, uno de los pilares, sin dudas, del hecho teatral, tan olvidada, a veces, tan retaceada y, a menudo, vilipendeada, por algunas formas de la dramaturgia.