Presentíamos
su llegada por un leve temblor, imperceptible para el que no tenía ese hábito,
seguramente. Entonces yo salía hasta las
vías y apoyaba un oído sobre un riel.
Allí
lo confirmaba y regresaba corriendo a mi casa, dando alaridos de alegría;
enseguida me subía a la tapia y recién al cabo de un tiempo asomaba el humo
oscuro en el cielo, para aparecer luego la negra figura de la locomotora.
Después pasaba el tren,
haciendo sonar estridentemente el pito de la máquina. Yo saludaba estirando los
brazos y gritando. Al cabo, cuando el tren se había perdido nuevamente en la
curva, nuestra casa cesaba de vibrar.
Creo
que todo lo aprendí al lado de las vías ferroviarias: a espera, la alegría
eufórica, la impaciencia. Amaba a esa gente que pasaba a mi lado mirando a
través de las ventanillas y a las que yo saludaba feliz. A esa gente que todas las semanas de todos
los meses del año, iba y volvía y me miraba a través de las ventanillas.
También me gustaba esperar los trenes desde el río; y desde allí, debajo del puente de hierro, estirado de espaldas sobre la arena, aterrorizado, lo miraba pasar encima de mí, observaba esas entrañas de monstruo, a toda velocidad, despidiendo ascuas y ceniza. Después quedaba el cielo, arriba, oscuro, encerrado entre los gruesos barrotes de los durmientes del puente.
También me gustaba esperar los trenes desde el río; y desde allí, debajo del puente de hierro, estirado de espaldas sobre la arena, aterrorizado, lo miraba pasar encima de mí, observaba esas entrañas de monstruo, a toda velocidad, despidiendo ascuas y ceniza.
Al rato, solamente el murmullo del río y el canto de algunos chalchaleros entre los árboles de la ribera”.
(Fragmento de “A un costado de los rieles”, Héctor Tizón.)