“Como
todo el mundo, sólo tengo a mi servicio tres medios para evaluar la existencia
humana: el estudio de mí mismo, que es el más difícil y peligroso, pero también
el más fecundo de los métodos; la observación de los hombres, que logran casi
siempre ocultarnos sus secretos o hacernos creer que los tienen; y los libros,
con los errores particulares de perspectiva que nacen entre sus líneas. He
leído casi todo lo que han escrito nuestros historiadores, nuestros poetas y
aun nuestros narradores, aunque se acuse a estos últimos de frivolidad; quizá
les debo más informaciones de las que pude recoger en las muy variadas
situaciones de mi propia vida. La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz
humana, un poco como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me
enseñaron a apreciar los gestos.
En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró los libros.
En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró los libros.
Pero
los escritores mienten, aun los más sinceros. Los menos hábiles, carentes de
palabras y frases capaces de encerrarla, retienen una imagen pobre y chata de
la vida; algunos, como Lucano, la cargan y abruman con una dignidad que no
posee. Otros como Petronio, la aligeran, la convierten en una pelota hueca que
rebota, fácil de recibir y lanzar en un universo sin peso. Los poetas nos
transportan a un mundo más vasto o más hermoso, más ardiente o más dulce que el
que nos ha sido dado, diferente de él y casi inhabitable en la práctica. Para
estudiarla en toda su pureza, los filósofos hacen sufrir a la realidad casi las
mismas transformaciones que el fuego o el mortero hacen sufrir a los cuerpos;
en esos cristales o en esas cenizas nada parece subsistir de un ser o de un
hecho tales como los conocimos. Los historiadores nos proponen sistemas
demasiado completos del pasado, series de causas y efectos harto exactas y
claras como para que hayan sido alguna vez verdaderas; reordenan esa dócil
materia muerta, y sé que aun a Plutarco se le escapará siempre Alejandro. Los
narradores, los autores de fábulas milesias, hacen como los carniceros, exponen
en su tabanco pedacitos de carne que las moscas aprecian.
Mucho me costaría vivir en un mundo sin libros, pero la realidad no está en ellos, puesto que no cabe entera.
Mucho me costaría vivir en un mundo sin libros, pero la realidad no está en ellos, puesto que no cabe entera.
La
observación directa de los hombres es un método aún más incompleto, que en la
mayoría de los casos se reduce a las groseras comprobaciones que constituyen el
pasto de la malevolencia humana. La jerarquía, la posición, todos nuestros
azares, restringen el campo visual del conocedor de hombres: para observarme,
mi esclavo goza de facilidades totalmente distintas de las que tengo yo para
observarlo; pero las suyas son tan limitadas como las mías. El viejo Euforión
me presenta desde hace veinte años mi frasco de aceite y mi esponja, pero mi
conocimiento de él se detiene en su servicio, y el suyo se limita a mi baño;
toda tentativa para informarse mejor produce, tanto en el emperador como en el
esclavo, el efecto de una indiscreción. Casi todo lo que sabemos del prójimo es
de segunda mano. Si por casualidad un hombre se confiesa, aboga por su causa,
con su apología pronta. Si lo observamos, deja de estar solo. Se me ha
reprochado que me gusta leer los informes de la policía de Roma; continuamente
descubro en ellos motivos de sorpresa; amigos o sospechosos, desconocidos o
familiares, todos me asombran; sus locuras sirven de excusa a las mías. No me
canso nunca de comparar el hombre vestido al hombre desnudo. Pero esos
informes, tan ingenuamente circunstanciados, se agregan a mis archivos sin
ayudarme para nada a pronunciar el veredicto final. El que ese magistrado de
austera apariencia haya cometido un crimen, no me permite conocerlo mejor. Me
veo en presencia de dos fenómenos en vez de uno: la apariencia del magistrado y
su crimen.
En
cuanto a la observación de mí mismo, me obligo a ella
aunque sólo sea para llegar a un acuerdo con ese individuo con quien me veré forzado a vivir hasta el fin, pero una familiaridad de casi sesenta años guarda todavía muchas posibilidades de error. En lo más profundo, mi autoconocimiento es oscuro, interior, informulado, secreto como una complicidad. En lo más impersonal, es tan glacial como las teorías que puedo elaborar sobre los números: empleo mi inteligencia para ver de lejos y desde lo alto mi propia vida, que se convierte así en la vida de otro. Pero estos dos medios de conocimiento son difíciles; el uno exige un descenso, y el otro una salida de uno mismo. Llevado por la inercia, tiendo como todos a reemplazarlos por una mera rutina, una idea de mi vida parcialmente modificada por la imagen que de ella se hace el público, por juicios en bloque, es decir falsos, como un patrón ya preparado al cual un sastre inepto adapta penosamente nuestra tela propia. Equipo de valor desigual; instrumentos más o menos embotados. Pero no tengo otros, y con ellos me fabrico lo mejor que puedo una idea de mi destino de hombre”.
aunque sólo sea para llegar a un acuerdo con ese individuo con quien me veré forzado a vivir hasta el fin, pero una familiaridad de casi sesenta años guarda todavía muchas posibilidades de error. En lo más profundo, mi autoconocimiento es oscuro, interior, informulado, secreto como una complicidad. En lo más impersonal, es tan glacial como las teorías que puedo elaborar sobre los números: empleo mi inteligencia para ver de lejos y desde lo alto mi propia vida, que se convierte así en la vida de otro. Pero estos dos medios de conocimiento son difíciles; el uno exige un descenso, y el otro una salida de uno mismo. Llevado por la inercia, tiendo como todos a reemplazarlos por una mera rutina, una idea de mi vida parcialmente modificada por la imagen que de ella se hace el público, por juicios en bloque, es decir falsos, como un patrón ya preparado al cual un sastre inepto adapta penosamente nuestra tela propia. Equipo de valor desigual; instrumentos más o menos embotados. Pero no tengo otros, y con ellos me fabrico lo mejor que puedo una idea de mi destino de hombre”.
Fragmento
de “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar, Editorial Sudamericana, 1987.
Traducción: Julio Cortázar.
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