Aquella muchacha escribía
poemas; los colocaba cerca de las hornacinas, de las tazas. Era cuando iban las
nubes por las habitaciones, y siempre venía una grulla o un águila a tomar el té
con mi madre.
Aquella muchacha escribía
poemas enervantes y dulces, con gusto a durazno y a hueso y sangre de ave.
Era
en los viejos veranos de la casa, o en el otoño con las neblinas y los reyes.
A
veces llegaba un druida, un monje de la mitad del bosque y tendía la mano
esquelética, y mi madre le daba té y
fingía rezar.
Aquella muchacha escribía poemas; los colocaba cerca de las hornacinas, de las lámparas. A veces,
entraban las nubes, el viento de abril, y se los llevaban; y allá en el aire
ellos resplandecían; entonces, se amontonaban gozosos a leerlos, las mariposas
y los santos.
(Marosa di Giorgio, Magnolia, de
“Los papeles salvajes”, Adriana Hidalgo Editora, 2008).
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