Acabo de terminar de leer Ébano (Anagrama) de Ryszar Kapuscinski. Periodista, escritor, historiador y ensayista, durante cuarenta años, desde 1957, toda vez que pudo visitó África.
No quiso nunca transitar las rutas oificales ni turísticas, ni alojarse en palacios ni frecuentar a los popes de la política.
Recorrió "el desierto con los nómadas" y fue "huésped de los campesinos de la sabana tropical".
De los afrcianos dice, lisa y llanamente: "su vida es un martirio, un tormento, que, sin embargo, soportan con una tenacidad y un ánimo asombrosos".
Kapuscinski sostiene que, salvo por el nombre geogfráfico, África no existe pues es un "cosmos heterogéneo", "un océano", "un planeta aparte" que posee una "riqueza extraorninaria".
En verdad, su libro, que narra el recorrido por distintos países del continente, en distintas épocas, es un fresco que en muchos momentos parece pintado en sepia. África de los oprimidos, de los hambrientos, de las luchas étnicas, de las dictaduras y la esclavitud, de la herrancia.
En medio de ello, el hombre, su lucha, sus ansias de libertad.
En medio de ello, un capítulo dedicado a Lalibela. Transcibo un párrafo para que entiendan por qué llamó mi atención.
"Finalmente, Lalibela. Es una de las ocho maravillas del mundo. Y si no lo es, deberías erlo. Sin embargo, resulta difíficl de ver. En la estación delas lluvias no se puede acceder por ninguna parte. En laseca,tampoco es fácil llegar. Se puede puede intentar en avisión, cuando lo hay.
"Desde elcamino no se ve nada.O, mejor dicho, seca, tampoco es fácil llegar. Se puede intentar en avión, cuando lo hay.

Desde el camino no se ve nada. O, mejor dicho, se ve una aldea corriente. De ella salen corriendo a nuestro encuentro unos chiquillos. Cada uno suplica que lo elijamos como guía, porque es su única posibilidad de ganarse algo de dinero. Mi guía se llama Tadesse Mirele y es estudiante. Pero la escuela está cerrada, como todo lo demás: estamos en época de hambruna. La muerte se ceba en la gente de la aldea. Tadesse dice que lleva varios días sin comer, pero hay agua, así que, al menos, bebe. ¿No habrá encontrado un poco de grano? ¿Un trozo de torta? Sí, reconoce, un puñado de grano. «Pero -y se muestra triste al decirlo- nada más». Y acto seguido me pide: «Sir!» «Dime, Tadesse». «Be my helper, please! I need
a helper!» Me mira y entonces veo que sólo tiene un ojo. Un solo ojo en un demacrado y torturado rostro de niño.
En un determinado momento, Tadesse me agarra de la mano. Pensaba que quería pedirme algo, pero él me ha cogido para impedir que me precipitase por un abismo. Porque he aquí lo que he visto:  estaba de pie en un lugar desde el cual, abajo, se veía una iglesia excavada en la roca. La iglesia en cuestión es una mole de tres pisos recortada en el interior de una gran montaña. Y más adelante, en la misma montaña, e invisible desde el exterior, hay una segunda iglesia, y una tercera...  Once iglesias enormes.
Este prodigio arquitectónico lo construyó en el siglo XII el rey ahmara San Lalibela, y los ahmaras eran (y son) cristianos de rito oriental. Las construyó en el interior de la montaña para que los musulmanes que invadían aquellas tierras no pudiesen verlas desde lejos. Y aun si las veían, como las iglesias formaban parte integrante de la montaña, los musulmanes tampoco habrían podido destruirlas; ni siquiera tocarlas.
Hay aquí iglesias de la Virgen María, del Salvador del Mundo, de la Santa Cruz, de San Jorge, San Marco y San Gabriel, y todas ellas están comunicadas por túneles subterráneos.
-Look, sir! -dijo Tadesse, enseñándome, abajo, la explanada delante de la iglesia del Salvador del Mundo. Aunque yo mismo acababa de fijarme en ello: una veintena de metros por debajo del lugar en que nos encontrábamos, una muchedumbre de mendigos lisiados formaba un enjambre humano en la explanada y las escaleras de la iglesia. A pesar de que no me gusta el término «enjambre», no sé sustituirlo
por ningún otro, porque es el que mejor ilustra la imagen que vi. Aquella gente de abajo, entrelazada por sus extremidades lisiadas, por sus zancos y muñones, estaba apiñada de tal manera que formaba un solo cuerpo moviéndose y arrastrándose, del cual, como tentáculos, salían decenas de brazos, y allí donde no  había brazos, aquel cuerpo abría sus bocas y las dirigía hacia arriba esperando a que se les arrojase algo.
Y a medida que avanzábamos de una iglesia a otra, allá abajo, se arrastraba tras nosotros aquel ser enmarañado, gemidor y agonizante, del cual a cada momento se desprendía algún miembro, ya inmóvil y abandonado por el resto.
Hacía tiempo que no llegaban hasta allí aquellos peregrinos que en otra época les habían arrojado limosnas; y al mismo tiempo, los pobres mutilados no tenían cómo salir de aquel abismo de piedra.
-Have you seen, sir? -me preguntó Tadesse cuando regresábamos a la aldea. Y lo dijo en un tono tal, como si considerase que lo que acabábamos de ver era la única cosa que yo estaba obligado a ver.

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