Esa resplandescencia

El melón

“Los melones siempre nos parecieron, por una especie de negación, la fruta de la sequía. Después de caminar por los valles parcelados o por la agrietada tierra de las planicies polvosas, llegamos a donde había melones y los comimos como quien extrae agua de un pozo en un oasis. Eran improbables, nos reconfortaban, pero de hecho no saciaban nuestra sed. Aun antes de abrirlos, los melones olían a un agua dulzona y encerrada. Su aroma pesado no tiene filos. Para saciar la sed uno necesita algo agudo. (Los limones son mejores.)

Cuando son pequeños y verdes, unos melones pueden sugerir juventud. Pero rápidamente la fruta se torna algo sin edad—como una madre para su hijo. Las imperfecciones de su piel—y siempre hay algunas—son como lunares o como marcas de nacimiento. No son el signo de la maduración como las rugosidades de otras frutas. Confirman simplemente que este melón es único y que siempre será él mismo.
Para alguien que nunca ha comido uno, su exterior no da idea alguna de lo que se puede hallar adentro: ese naranja flagrante, nunca visto hasta el momento de abrirlo, que tiende hacia el verde. Las abundantes semillas que yacen en el hueco central son del color de flamas pálidas, pero húmedas, y su espaciamiento y su conglomeración desafían cualquier sentido del orden. Y por todas partes esa resplandescencia.
El sabor de un melón conlleva oscuridad y luz de sol. Así, milagrosamente, une estos opuestos que no podrían existir juntos de otra forma”.

                                                                         Fragmento de “Aquí nos vemos”, de John Berger. 

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