Al margen de las noches

"La novela comienza en una estación de ferrocarril, resopla una locomotora, un vaivén de pistones cubre la apertura del capítulo, una nube de humo esconde parte del primer párrafo. Entre el olor a estación pasa una ráfaga de olor a cantina de la estación. 
Hay alguien que está mirando a través de los vidrios empañados, abre la puerta encristalada del bar, todo es neblinoso, incluso dentro, como visto por ojos de miope, o bien por ojos irritados por granitos de carbón. Son las páginas del libro las que están empañadas como los cristales de un viejo tren, soa nube debre las frases se posa l humo. 

Es una noche lluviosa; el hombre entra en el bar; se desabrocha la gabardina húmeda; una nube de vapor lo envuelve; un silbido parte a lo largo de los rieles brillantes de lluvia hasta perderse de vista. Un silbido como de locomotora y un chorro de vapor se alzan de la máquina del café que el viejo barman pone a presión como si lanzase una señal, o al menos eso parece por la sucesión de las frases del segundo párrafo, en el cual los jugadores de las mesas cierran el abanico de las cartas contra el pecho y se vuelven hacia el recién llegado con una triple torsión del cuello, de los hombros y de las sillas, mientras los clientes de la barra levantan las tacitas y soplan en la superficie del café con labios y ojos entornados, o sorben el reborde de las jarras de cerveza con una atención exagerada para que no se derramen. 


El gato arquea el lomo, la cajera cierra el registrador de la caja que hace tlín. Todos estos signos convergen para informar que se trata de una pequeña estación de provincias, donde quien llega es al punto notado.
Las estaciones se parecen todas; poco importa que las luces no logren iluminar más allá de su halo deslavazado, total éste es un ambiente que tú conoces de memoria, con el olor a tren que perdura incluso después de que todos los trenes han partido, el olor especial de las estaciones después de haber partido el último tren. 
Las luces de la estación y las frases que estás leyendo parecen tener la tarea de disolver más que de indicar las cosas que afloran de un velo de oscuridad y niebla. 
Yo he bajado en esta estación esta noche por primera vez en mi vida. Ya me parece haber pasado en ella toda una vida, entrando y saliendo de este bar, pasando del olor de la marquesina al olor a serrín mojado de los retretes, todo mezclado en un único olor que es el de la espera, el olor de las cabinas telefónicas cuando sólo queda recuperar las fichas,
porque el número llamado no da señales de vida.
Yo soy el hombre que va y viene entre el bar y la cabina telefónica.  O sea: ese hombre se 
llama «yo» y no sabes más de él, al igual que esta estación se llama solamente «estación» y al margen de ella no existe sino la señal sin respuesta de un teléfono que suena en una habitación oscura de una ciudad lejana.
Cuelgo el auricular, espero la lluvia de chatarra garganta metálica abajo, vuelvo a empujar la puerta de cristales, a dirigirme hacia las tazas amontonadas a secar entre una nube de vapor.
Las máquinas-exprés en los cafés de las estaciones ostentan un parentesco con las locomotoras, las máquinas exprés de ayer y de hoy con las locomotrices y locomotoras de ayer y de hoy. Por mucho que vaya y venga, que vague y dé vueltas, estoy cogido en la trampa, en esa trampa intemporal que las estaciones tienden infaliblemente. 
Un polvillo de carbón aletea aún en el aire de las estaciones, aunque haga muchos años que han electrificado todas las líneas, y una novela que habla de trenes y estaciones no puede dejar de transmitir este olor a humo. 
Hace ya un par de páginas que estás avanzando en la lectura y sería hora de que se te dijera claramente si ésta en la que he bajado de un tren con retraso es una estación de antaño o una estación de ahora; y en cambio las frases siguen moviéndose en lo indeterminado, en lo gris, en una especie de tierra de nadie de la experiencia reducida al mínimo común denominador. 


Ten cuidado: con seguridad se trata de un sistema para implicarte poco a poco, para capturarte en la peripecia sin que te des cuenta: una trampa. O acaso el autor está aún indeciso, como por lo demás tampoco tú lector estás muy seguro de qué te gustaría más leer: si la llegada a una vieja estación que te dé la sensación de una vuelta atrás, de una reocupación de los tiempos y de los lugares perdidos, o bien un relampagueo de luces y sonidos que te dé la sensación de estar vivo hoy, del modo en el cual hoy se cree
que da gusto estar vivo".

Fragmento de "Si una noche de invierno un viajero", Italo Calvino.

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