Atmósfera

(…)”En un rincón de la cocina, la estufa de cresta incandescente resopla y se pavonea repleta de carbón. El juego de las llamas de los dos quinqués de acetileno orquesta el extraño desfile de sombras en las paredes. Tumbada al calor, me cautivan los gestos de mi madre y mi abuela. Se han pasado la tarde armando un telar en la cocina para urdir la trama de una alfombra. La abuela se ha tomado como una cuestión de honor enseñar a su nieta y a su nuera el arte de la lana, fastidioso, sin lugar a dudas, pero muy noble. La anciana explica y da instrucciones. Mi madre obedece solícita. A veces, hasta con verdadero placer. Han tardado varias semanas en lavar, quitar la borra, cardar, hilar y teñir la lana esquilada. Ahora se amontonan las madejas verdes, rojas, blancas, índigo y anteadas preparadas para la más ardua tarea: transformar el penoso trabajo en una labor.
Una vez fregados y colocados los cacharros de la cena, y después de desenrollar y colocar los jergones de todos, mi madre se sitúa ante el telar. Sentada en el suelo con las piernas cruzadas y la espalda ligeramente encorvada, introduce las hebras de color en la trama, y luego las fija con nudos antes de cortar los hilos e igualar el largo. Después, ante la mirada vigilante de la anciana, lo comprime todo dando una serie de golpes con un gran peine de hierro fundido y vuelve a empezar una puntada más arriba.
Con una velocidad de vértigo, un rodillo sube y baja, a lo largo de la pierna de la abuela, formando remolinos, se interrumpe bruscamente, se eleva en espiral en el aire y cae mareado en su palma.
Las dos mujeres hablan poco, y las pocas 
palabras que intercambian parecen recluirse de la estufa. El trabajo ha pacificado sus desavenencias habituales. En la habitación de al lado duermen mis hermanos. Mi padre y mi tío deben de estar despiertos. Quizás jugando a las cartas.
Saboreo el placer de mi nueva cama. La manta que comparto con la abuela me parece ligera y suave. Sigo con la misma frazada raída colocada sobre una estera de esparto.
Deslizo la cabeza y froto la mejilla en la manta de la abuela. 
Es de satén y huele a almizcle. ¿O es que tengo ese olor metido en la nariz? Sé que la abuela lleva un frasquito con la preciosa sustancia prendida en el vestido con una fíbula.
Disfruto tanto al no tener que respirar la peste acre de la lana mezclada con la lana de mis hermanos pequeños … Saboreo tanto poder moverme sin provocar gruñidos y ser dueña de mi cuerpo … Me estiro atravesada en dos camastros que se me ofrecen y vuelvo al espectáculo que me brinda la habitación.
La danza de movimientos de las dos mujeres, la armonía amortiguada de sonidos, la pantomima de sombras en las paredes y la atmósfera rojiza me cautivan de nuevo. La abuela calla. Está entregada por entero a la coreografía del telar, que ofrece una escena de su vida de antaño. Tengo esa sensación.
Me han convidado a un espectáculo. Me lleno con la visión de la sorprendente arpa que es el telar, con su música en sordina. Un decorado sepia en el que participan una estufa socarrona y dos duendes que surgen del vientre de los quinqués.  Me empapo del espectáculo antes de que desaparezca todo para siempre cuando alguien sople las llamas”. (…)



“El desconsuelo de los insumisos”, Malika Mokeddem. 

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