Delicadeza

En hojas de papel de arroz




"Seis meses después de su regreso a Lavilledieu, Hervé Joncour recibió por correo un sobre color mostaza. Cuando lo abrió halló siete hojas de papel cubiertas por una densa y geométrica escritura: tinta negra, ideogramas japoneses. Aparte del nombre y la dirección, en el sobre no había una sola palabra escrita en caracteres occidentales. Por los sellos, la carta parecía provenir de Ostende.
Hervé Joncour la hojeó y la observó largo rato. Parecía un catálogo de huellas de pequeños pájaros, compilado con meticulosa locura. Era sorprendente pensar que, por el contrario, eran signos, es decir, cenizas de una voz quemada".

                                   Fragmento de "Seda", Alessandro Baricco.

    

La sofisticacion del gusto popular

¡Zoom!


Cuánta verdad hay en la luz. 


                                       

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Elogio de la sombra
                                                                                                                                                               Jorge Luis Borges.
La vejez (tal es el nombre que los otros le dan) 
puede ser el tiempo de nuestra dicha. 
El animal ha muerto o casi ha muerto. 
Quedan el hombre y su alma. 
Vivo entre formas luminosas y vagas 
que no son aún la tiniebla. 
Buenos Aires, 
que antes se desgarraba en arrabales 
hacia la llanura incesante, 
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro, 
las borrosas calles del Once 
y las precarias casas viejas 
que aún llamamos el Sur. 
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas; 
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar; 
el tiempo ha sido mi Demócrito. 

Esta penumbra es lenta y no duele; 
fluye por un manso declive 
y se parece a la eternidad. 
Mis amigos no tienen cara, 
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años, 
las esquinas pueden ser otras, 
no hay letras en las páginas de los libros. 
Todo esto debería atemorizarme, 
pero es una dulzura, un regreso. 
De las generaciones de los textos que hay en la tierra 
sólo habré leído unos pocos, 
los que sigo leyendo en la memoria, 
leyendo y transformando. 
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte, 
convergen los caminos que me han traído 
a mi secreto centro. 
Esos caminos fueron ecos y pasos, 
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones, 
días y noches, 
entresueños y sueños, 
cada ínfimo instante del ayer 
y de los ayeres del mundo, 
la firme espada del danés y la luna del persa, 
los actos de los muertos, 
el compartido amor, las palabras, 
Emerson y la nieve y tantas cosas. 
Ahora puedo olvidarlas. 
Llego a mi centro, 
a mi álgebra y mi clave, 
a mi espejo. 
Pronto sabré quién soy.                          

Robar el fuego con la boca y masticarlo para no quemarse




Una palpitación subterránea de reloj subterráneo que marca horas fatales empezaba ... Por una ventana abierta de par en par entre sus cejas negras distinguía una 
fogata encendida junto a cipresales de carbón verdoso y tapias de humo blanco, en medio de un patio borrado por la noche, amasia de centinelas y almácigo de estrellas. Cuatro sombras sacerdotales señalaban las esquinas del patio, las cuatro vestidas de musgo de adivinaciones fluviales, las cuatro con las manos de piel de rana más verde que amarilla, las cuatro con un  ojo cerrado en parte de la cara sin tiznar y un ojo abierto, terminado en chichita de lima, en parte de la cara comida de oscuridad. 
De pronto, se oyó el sonar de un tún, un tún, un tún, un tún, y muchos hombres untados de animales entraron saltando en filas de maíz. Por las ramas  del tún, ensangrentadas y vibrátiles, bajaban los cangrejos de los tumbos del aire y corrían los gusanos de las tumbas del fuego. Los hombres bailaban para no quedar pegados a la tierra  con el sonido del tún, para no quedar pegados al viento con el sonido del tún, alimentando la hoguera con la trementina de sus frentes. De una penumbra color de estiércol vino un hombrecillo con cara de güisquil viejo, lengua entre los carrillos, espinas en la frente, sin orejas, que llevaba al ombligo un cordón velludo adornado de cabezas de guerreros y hojas de ayote; se acercó a soplar las macollas de llamas y entre la alegría ciega de los tucuazínes se robó el fuego con la boca masticándolo para no quemarse como copal. 
Un grito se untó a la oscuridad que trepaba a los árboles y se oyeron cerca y lejos las voces plañideras de las tribus que abandonadas en la selva, ciega de nacimiento, luchaban con sus tripas —animales del hambre—, con sus gargantas —pájaros de la sed— y su miedo, y sus bascas, y sus necesidades corporales, reclamando a Tohil, Dador del Fuego, que les devolviera el ocote encendido de la luz. Tohil llegó cabalgando un río hecho de pechos de paloma que se deslizaba como leche.
Los venados corrían para que no se detuviera el agua, venados de cuernos más finos que la
lluvia y patitas que acababan en aire aconsejado por arenas pajareras. Las aves corrían para
que no se parara el reflejo nadador del agua. Aves de huesos más finos que sus plumas. ¡Retún-tún! ¡Re-tún-tún!..., retumbó bajo la tierra. 
Tohil exigía sacrificios humanos. Las tribus trajeron a su presencia lo mejores cazadores, los de la cerbatana erecta, los de las hondas de pita siempre cargadas. «Y estos hombres, ¡qué!; ¿cazarán hombres?», preguntó Tohil. ¡Retún-tún! ¡Re-túntún!..., retumbó bajo la tierra. «¡Cómo tú lo pides —respondieron las tribus—, con tal que nos devuelvas el fuego, tú, el Dador de Fuego, y que no se nos enfríe la carne, fritura de nuestros huesos, ni el aire, ni las uñas, ni la lengua, ni el pelo! ¡Con tal que no se nos siga muriendo la vida, aunque nos degollemos todos para que siga viviendo la muerte!»



«¡Estoy contento!», dijo Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Retún-tún!, retumbó bajo la tierra. «¡Estoy contento! Sobre hombres cazadores de hombres puedo asentar mi gobierno. No habrá ni verdadera muerte ni verdadera vida. ¡Que se me baile la jícara!»

Y cada cazador-guerrero tomó una jícara, sin despegársela del aliento que le repellaba la cara, al compás del tún, del retumbo y el tún de los tumbos y el tún de las tumbas, que le bailaban los ojos a Tohil. (...)




Miguel Ángel Asturias, "El Señor Presidente" (1946)

La impronta de los reaccionarios


"En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del 
arte". 


                                           Susan Sontag, Contra la interpretación (1964) 

Realidades paralelas






"Ese libro es una tentativa para ir hasta el fondo de un largo camino de negación de la realidad cotidiana y de admisión de otras posibles realidades, de otras posibles aperturas." Sobre su libro "Rayuela", Julio Cortázar.

Esos detalles