El encubrimiento en El Sepelio, una obra de Heidi Steinhardt .

Con la excusa del impacto que le provocó la muerte de su amiga Peteca, Zulema convoca a sus tres hijos a desayunar en su casa un domingo a la mañana. El motivo aparente es la organización de su propio funeral. Sin embargo, encubre otras intenciones. La madre aprovecha la reunión familiar para pergeñar un oscuro plan. Una familia disfuncional en la que Zulema es la abeja reina que desprecia y necesita a los zánganos, que no saben vivir si no es bajo la égida del poder despótico de quien los sojuzga.
.¿Qué le preocupa a Zulema? En apariencia la muerte, la suya. Por eso les indica a sus hijos qué trajes deberán vestir en su funeral, qué clase de cajón desea, qué música debe sonar ese día.


Más que organizar su despedida, la protagonista, encarnada por Cristina Maresca, quiere estar en el centro de la escena. En verdad, Zulema no está trazando los planes de su último adiós sino más bien de su supervivencia.
Ella una viuda, docente jubilada, se jacta de ser aún el sostén de tres hijos, ya grandes, que no saben cómo habérselas con una madre manipuladora hasta la asfixia, de la que con poco éxito alguno intenta escapar y a la que necesitan porque son apéndices hasta de su propio aliento, 
La endogamia es uno de los temas que sostienen y estructuran la obra. Una familia que ha quedado encerrada en sí misma, que no encuentra salida, que sigue los dictados de una mujer feroz en su ambición, en su crueldad, en su intento permanente por ser y por salvarse. 
Zulema es feroz como el lobo, que quiere engullirlo todo. Tanto como para querer devorar a sus hijos. Una línea del diálogo entre ella y el personaje de Coyi, basta como muestra de este afán voraz. 
En un momento, ella busca quedar a solas con este hijo obeso – interpretado en la pieza por un convincente Diego Rinaldi -, que busca, en vano, resistir los embates de una madre omnipresente e invasiva y sólo consigue breves momentos de rebeldía para caer una y otra vez en la compulsión de llevarse a la boca cualquier alimento. 
Como si Coyi no fuera carne de su carne y sangre de su sangre, Zulema lo impreca, al verlo masticar el centésimo bocado, “Quiero saber, cuánto más vas a comer”, y le pregunta, a voz de jarro: “¿Me vas a comer a mí?”.
Pura proyección porque es ella, en realidad, quien hace denodados esfuerzos por tragarlo. Lo insulta, lo reta, le ordena, lo degrada. Siembra la duda de su condición de homosexual, en tono de franca condena. Llega a decirle: “Me das miedo y asco”. Y para coronar el maltrato, le pega.
Por momentos, la acción toma el artificio del teatro costumbrista y juega con elementos del grotesco. Por lo burdo y lo hiperbólico, tiene varios momentos de comicidad. Aunque claro, el espectador tiene delante al personaje principal cargado de un discurso en donde la religión justifica el delirio, la violencia física, refuerza el poder y la mentira es el camino para la prosecución de incofesables fines. 
Están también los otros dos hijos. En el papel del mayor, Alfredito, Néstor Caniglia., un pobre diablo, que le debe dinero a su madre, al igual que sus hermanos, y en la piel de Pedro, Guido Silvestein, el menor, un estudiante de psicología crónico que no da señales de buscar su independencia. Ambos, como Coyi,  vilipendiados y despreciados por la desamorada Zulema.
Todos se saben y se reconocen como una familia anormal, cosa que el público entiende y que quizás no era necesario remarcar en algunos pasajes. 
Todos andan en patines de paño dentro de la casa, señal de que el templo sacrosanto que la madre cuida, debe permanecer inmaculado. 
Todos se mueven bajo el signo del ocultamiento: Alfredo que ha logrado formar su familia y tiene un hijo, ¿no está separado y calla?; Coyi, ¿mantiene un vínculo sentimental secreto como dice Zulema?; Pedro, al robar, demuestra simultáneamente su incapacidad de generar ingresos y sus dotes de embustero. 
La apropiación, por parte de los hijos, de la plata, de la comida, del espacio materno, espeja sin dudas, la conducta de Zulema.
Sabemos a esta altura, que Zulema está interesada en que sus hijos firmen ciertos papeles. Ella es la principal motora del engaño.
En el título de la obra esté quizás la clave del enredo. Dicen que en algún momento, la autora iba a ponerle de nombre El lotecito, aunque finalmente quedó El Sepelio. Ahí está el equívoco. El lote que interesa a Zulema no es el que la va albergar su cuerpo inerte al término de sus días. Es otro lugar, el de la vida que quiere, desesperadamente, para ella. Sólo para ella. 
Como un símbolo de voluntad de acumulación, de los rasgos de su personalidad retentiva, aparece la cartera, de la que Zulema no se separa nunca. El vestuario exagerado en algunos toques, al igual que ciertos pasajes del texto, acentúa conceptos que ya han sido puestos de relieve y al mismo tiempo polariza la sensación de absurdo. 
Con dinamismo, una sencilla e inteligente puesta en escena, y un nivel de actuaciones muy parejo, El Sepelio, entretiene y punza. Más allá de algunos matices con los que tal vez la pieza hubiera ganado equilibrio, de un final abrupto en su forma, queda la densidad de los temas por lo que transita Heidi Steinhardt: universales, vigentes, reconocibles.

Ficha técnica
Autora y directora: Heidi Steinhardt
Elenco: Néstor Caniglia, Cristina Maresca, Diego Rinaldi, Guido Silvestein
Iluminación: Andrea Czarny
Diseño gráfico: Sebastián Castro
Asistencia de dirección: Martín Brunetti
Prensa: Daniel Franco, Paula Simkin
Producción: Daniel Higa
Enlace: http://www.elsepelio.blogspot.com/
Teatro: La Carbonera - Balcarce 998
Funciones:  domingos 18 hs

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